QUE TRUENE EL FÚTBOL
Tierra del trueno, ese es el significado de la palabra Catatumbo en lengua barí, la de los indígenas motilones. Fue ahí, en esa región de 10 municipios ubicada en plena cordillera oriental, donde el conflicto armado descargó buena parte de su cólera. Esta tierra tronó por muchos años con el sonido de los fusiles, las granadas y las bombas. Aún hoy, los ecos de la guerra siguen retumbando.
En 1999, los paramilitares llegaron a esta zona para quitarle a la guerrilla el control del narcotráfico y sus rutas de salida del país, pues se trata de una región fronteriza con Venezuela. Su primer blanco fue un corregimiento llamado La Gabarra, a donde entraron a sangre y fuego cerca de 150 paramilitares, provocaron un apagón y asesinaron a 35 personas en un solo día.
Carlos López* aún no había nacido cuando eso ocurrió, pero sus padres fueron testigos de la masacre y del dolor y el miedo que causó. Ellos mismos, civiles inocentes, tuvieron que esconderse donde un vecino porque les dijeron que a él lo iban a matar ¿por qué? Porque sí.
Y “porque sí” el conflicto armado dejó en el Catatumbo 219 mil personas desplazadas, 17 mil muertas y 3 mil desaparecidas, según el registro oficial de víctimas.
Años después de la masacre, los padres de Carlos decidieron irse a vivir a El Tarra, otro municipio del Catatumbo, que aunque también era territorio en guerra, los hacía sentir más tranquilos.
Para llegar hasta allá, se necesitan 8 horas en carro desde Cúcuta, la capital del departamento. La mitad del camino se hace por carretera pavimentada pero cuando esta se termina, pareciera que terminara también el Estado, la legalidad. De ahí para adelante el camino es destapado, los carros se tanquean con gasolina ilegal (traída de Venezuela) y las montañas están tapizadas de cultivos de coca.
Según el Sistema Integrado de Monitoreo de Cultivos Ilícitos, El Tarra es uno de los 10 municipios con más cultivos de coca en el país, con 4.301 hectáreas. La coca ha permeado su cultura, su idiosincrasia, y es la razón por la que la paz resulta tan esquiva en esta zona.
Hoy Carlos tiene 19 años y está a punto de graduarse del único colegio del pueblo. Se demoró en hacerlo porque durante 4 años estuvo raspando hoja de coca, como lo hacen muchos de sus compañeros. Dice que lo hizo por ayudar a su familia, pues tiene 10 hermanos y muchas necesidades. Como era ágil, se hacía hasta cien mil pesos diarios, es decir, dos millones mensuales (625 dólares), nada mal si se tiene en cuenta que el salario mínimo en Colombia es ochocientos veintiocho mil pesos (255 dólares).
Lo peor de ese dinero “fácil” es que los jóvenes no lo usan para salir de ese círculo de violencia del que son víctimas. Normalmente lo que hacen es gastárselo en los billares, que abundan en todos los pueblos de la región y que solo les ofrecen a estos jóvenes alcohol, apuestas y mujeres, a veces niñas, a las que les han enseñado que es más fácil ganarse la vida vendiendo su cuerpo que estudiando o trabajando. Y por eso mismo muchas menores venezolanas han llegado buscando sobrevivir.
Pero Carlos es la excepción a la regla. Él sintió que ese no era el camino, que seguir por ahí no le iba a permitir cumplir su sueño de estudiar administración de empresas y de tener una familia. Por eso dejó el trabajo, volvió al colegio, y gracias a su pasión por el fútbol conoció el trabajo de la red Fútbol y Paz en su municipio, particularmente el proyecto Construir Jugando con la Selección, operado en El Tarra por las fundaciones Fútbol con Corazón y Juventud Líder.
Y gracias eso pudo volver a las canchas, esas de las que tuvo que huir cuando niño por el sonido de las ráfagas y el peligro de una bala perdida, esas que un día lo pusieron a soñar con ser futbolista profesional y ahora le dan la oportunidad de divertirse, de viajar y de ayudar a otros, pues es monitor del programa y sabe que tiene una capacidad de liderazgo con la que puede enseñarle muchas cosas a los más pequeños.
Enseñarles, por ejemplo, que el fútbol no tiene género, raza ni condición social, que a través del mismo se pueden aprender valores y habilidades para la vida, que es posible jugar sin árbitro y celebrar el gol del oponente y que, así como es posible cambiar el juego, es posible cambiar la vida.